Anti-Sistema

Con treinta y pocos años puedo decir, como otros tantos de mi generación, que nací justo en medio de ese período difuso al que llaman la transición. Ya saben señores, esa etapa tan modélica, tan ejemplar, tan maravillosamente bien llevada por el camino de la ilusión y lo ilusorio… tan chachi y molona que parece un pecado contra el altísimo el que no se estudie en las escuelas suecas para que los bárbaros niños vikingos puedan apreciar lo que es en verdad una democracia.

  Ahora en serio: con treinta y pocos he vivido tres –no una ni dos, tres– grandes, brutales, crisis económicas. La más corta duró al menos cinco años. Queda por ver cuál es la más larga, por mucho que el bueno de Marrano, en el colmo de la originalidad, se empeñe en decirnos que España va bien.


  En este país, todo el que tenga menos de cuarenta ha vivido al menos la mitad de su vida en crisis económica. Todo el que tenga más de sesenta también. Ironías de la vida, unos y otros han visto a sus amigos y parientes, cuando no a sí mismos, rumbo a la misma Alemania que ahora nos pisa el cuello con el servil beneplácito de una pléyade de corruptos que sólo conocen dicho país por la sencilla razón de tener frontera con Suiza.

  Ojalá pudiera decir que los periodos entre una crisis y la siguiente fueron de bonanza, pero no. Recuerdo las congelaciones salariales, el desmantelamiento del tejido industrial, la venta de las empresas punteras a precio de saldo a los amiguetes en sucesivos expolios a golpe de stock-options que no hacían sino poner los cimientos para que la siguiente crisis fuese más dura que la anterior. Porque si ahora pagamos la electricidad tres veces más cara que hace quince años no es por la crisis actual, sino gracias a la época boyante que la precedió.

  En los momentos “buenos” el paro nunca bajó del doce o trece por ciento. El paro registrado, ojo, el de las estadísticas cocinadas a conciencia para que quede presentable una realidad de la que no convenía hablar. Eso era en los buenos tiempos. En los malos, rozaba el treinta. Haciendo un cálculo rápido, a lo largo de mi vida, el paro medio habrá estado en torno al veinte por ciento. ¡Veinte por ciento! Durante más de tres décadas de nuestro excelente sistema, una de cada cinco personas que querían trabajar no lograban hacerlo. Y la solución siempre era un eslogan, una frase hecha, una palabra mágica… Porque al fin y al cabo, ni lo ilustres líderes dan para más ni los borregos semi-analfabetos entienden los pensamientos complejos. Las palabras mágicas eran cosas como competitividad, flexibilidad laboral o formación… sobre todo, formación. Porque está claro que el cartero que se patea la calle arrastrando un carrito con las facturas de Endesa necesita un doctorado y tres idiomas para hacer bien su trabajo: con la licenciatura que tiene ahora y hablando inglés y francés no se llega a ninguna parte. Y por eso, porque la formación era la clave, nuestro país siempre ha estado a la cabeza y ha copado lo más alto del ranking educativo europeo.

  Personalmente, recuerdo haber comenzado mis estudios en EGB, haber cursado tercero y cuarto de eso y lo otro sin hacer antes primero y segundo. Por alguna razón que aun desconozco hice primero de esno y segundo de secundaria para empezar después una licenciatura que Pilar del Castillo convirtió en un nosequé para que después llegara Bolonia y la convirtiera primero en grado y después en un limbo de títulos perdidos que nueve años después dicen (¡dicen!) que van a convertir a golpe de decretazo en lo que debería haber sido desde el principio, eso sí, siguiendo el criterio que cada universidad decida. Cuando me preguntan digo que soy ingeniero, pero que conste que no lo tengo del todo claro...

  Nací en una época en la que, para que se viese lo moderno y democrático que era el país, cuando le daba la picada a algún alcalde, la policía cogía a todos los jóvenes melenudos y barbudos y punkys y hyppys y demás piojosos y los llevaban a pelarse por las buenas, salvo que tuvieran que pelarlos por las malas.

  Mi tío, en aquellos maravillosos años ochenta de la joven democracia, tenía barba. La sigue teniendo, por supuesto: no recuerdo haberle visto nunca sin ella. El caso es que alguna vez me ha contado una anécdota de la época, de una ocasión en que una de esas mujeres de mediana edad, señora en lo que se refiere a las apariencias, se puso a gritar “¡COMUNISTAS! ¡COMUNISTAS!” como una loca cuando lo vio a él y a un par de amigos aparecer paseando por la calle.

  Cuando me contaba la anécdota me parecía algo absurdo, una rémora de un pasado atrasado y cateto. Hay que joderse: ¿cuántas veces lo habré escuchado en este último año? El intento de mantener aborregado al rebaño a base de meter miedo con las mismas tácticas que empleaban con mi abuela sigue siendo el principal recurso a día de hoy. Uno podría pensar que después de treinta y tantos años esa gentuza podría haber aprendido tácticas más novedosas que asustar a las viejecitas con la conspiración judeo-masónica. Pero no. La panda de miserables corruptos que han impedido a este país levantar el vuelo ha resultado ser incompetente incluso para encontrar nuevas formas de someter al pueblo.

  Ahora, ante la novedad de un escenario que no se esperaban, salen con el cuento del bipartidismo, con que el “quítate tú pá ponerme yo” es la única forma para la estabilidad del sistema. No se les ha ocurrido pensar –o sí lo han pensado, pero se cuidan mucho de decirlo- que no queremos que este sistema tenga estabilidad, que preferimos que se hunda para poner en su lugar algo que quizá, sólo quizá, valga la pena.


  Yo soy antisistema. No lo sería en un país democrático, pero sí en España. No soy antisistema porque no crea que deba haber un sistema. Lo soy porque el sistema que nos ha tocado es una auténtica mierda. Estable y modélica, sí, pero una mierda.

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